domingo, 7 de noviembre de 2010

Los más afectados (Noche de los lapices)


Claudio de Acha Koifman tenía 16 años, fue salvaje y sistemáticamente torturado durante meses, finalmente fue asesinado, y su cadaver jamás apareció.
"Las cuatro y cuarenta. Calle 116 N° 542. Olga Fermán de Ungaro pidió tiempo para vestirse a los ocho hombres del Ejército que querían entrar, y se desesperó hasta el cuarto de Daniel y Horacio para avisarles. Los chicos tuvieron tiempo de desprenderse del "arma" que escondían debajo de la almohada: el libro de Politzer voló por la ventana. Prisionera en la cocina, Olga escuchó el interrogatorio y los golpes. Horacio y Daniel repetían que no sabían nombres, que no conocían a las personas por las que preguntaban los encapuchados. Le dijeron: "Los llevamos para Interrogarlos. Más tarde se los devolveremos, señora". Y escuchó cómo los arrastraban desnudos por las escaleras.

Horacio de Ungaro tenía 17 años, y su amigo Daniel Alberto Racero, que pernoctaba aquella noche en su casa, tenía 18 años. Fueron torturados sistemáticamente, durante meses, finalmente fueron asesinados, y jamás se han encontrado sus cadáveres.

"Las cinco de la madrugada. Después de rajar a culatazos la puerta del N° 2123 de la calle 17, los seis hombres uniformados con ropa de fajina del Ejército, sólo dos a cara descubierta, le exigieron a gritos a Irma Muntaner de López que los llevara hasta sus hijos. Los precedió encañonada, oor el pasillo lateral de la casa. Cinco autos grandes en la puerta y hombres parapetrados en los tejados. Supo qué buscaban sin precisiones cuando entraron el almacén donde dormían Panchito y Víctor.
“¿Dónde estan las armas?", preguntaron. Panchito negó que las tuvieran, pero insistieron: él debía tener asignada una. El grupo que se había desplazado para revisar el resto de la cesa regresó frustrado: ni armas ni volantes. Como machacaban con la acusación de armas escondidas, Panchito les señaló el ropero que compartía con su hermano. Encontraron un rifle de aire comprimido, viejo y partido en dos, y una pistola de aire comprimido, pero nueva. "¿Nos estás cargando?", grítaron furiosos. "Nos lo tenemos que llevar señora. Cuando conteste lo que queremos saber se lo devolvemos”. Penchito se atrevió: “Es que yo no sé nada". "Entonces, pibe", amenazó uno de ellos, "atente a las consecuencias"
Francisco López Muntaner, Panchito; tenía 16 años, estudiaba, y los fines de semana hacía trabajos como voluntario en los barrios pobres. Fue torturado sistemáticamente durante meses, finalmente asesinado: nunca se encontró su cadaver.
"Rosa Matera se acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años, cuando escuchó los primeros golpes en la puerta, al poco sobre los muebles heredados de sus padres, los pasos duros en el living y las voces extrañas. Encontró fuerzas para salir de su dormitorio y gritó con las entrañas porque sus pulmones estaban enfermos, para impedir que los seis o siete hombres maltrataran a María Clara y a Claudia. La empujaron con las armas hasta su cama, pero se repuso y volvió al escuchar el interrogatorio, las cabezas gachas de las chicas, vendas en sus ojos. Entonces la encerraron y ataron el picaporte. Las frases le llegaron a trozos. Luego, el silencio. Se arrastró hasta la ventana y vio a Claudia y a María Clara forzadas a subir a un camión del Ejército. El living había quedado desierto. Sólo unas láminas y el collage inconcluso sobre la mesa. Apenas llegaron al departamento del sexto piso de la calle 56 N° 586, el doctor Falcone y Nelva Méndez, avisados por el conserje, Rosa se desmayó."

María Clara Cioochini tenía 18 años, había sido scout en su parroquia, formaba parte de grupos de base cristianos, y huyó de su ciudad natal, Bahía Blanca, por miedo a los críminales de la triple A. En La Plata, esa noche pernoctaba en la casa de la abuela de su amiga María Claudia Falcone, de 16 años.

Como ellos, desaparecieron unas treinta mil personas en Argentina. Un plan de exterminio trazado cuidadosamente, sin titubeos ni concesiones a los escrúpulos ni a los remordimientos. Con el fin de "luchar contra la subversión" violaron, se ensañaron en destrozar, ante todo, los genitales de sus víctimas, mediante golpes, tajos, picana. Torturaron científicamente, con los métodos que provocaran el máximo sufrimiento hasta la extenuación. Y la muerte de sus torturados era motivo de risas y bromas entre los torturadores.
Mientras, las madres y las abuelas de los desaparecidos escribieron cartas, llamaron a todas las puertas, pidieron habeas corpus, preguntaron a los que salían en libertad al cabo de meses o de años, sobrevientes con la muerte en el alma, acudieron a manifestarse a la Plaza de Mayo, con sus pañuelos a la cabeza y las fotos de aquellos pobres despojos que un día fueron sus hijos y sus nietos, para reclamar por los secuestrados. "Se han vuelto locas" -decían- y las rehuían quienes hasta entonces habían sido sus amigos, sus vecinos, sus familiares. Les aconsejaban rezar, resignarse, y se enfadaban con su actitud de enfrentamiento podía perjudicarles, comprometerles, porque, al fin y al cabo, hablamos de subversivos, de terroristas, que no merecen piedad. Y si los han detenido, por algo será.
Pero no todos los desaparecidos tuvieron madres, hermanas, abuelas que trataran de liberarlos: la mayoría se tuvo que contentar con el epitafio de la vergüenza que su detención produjo, y desaparecieron en algún vuelo de la muerte, en alguna fosa común, cuando ya habían sido enterrados en el silencio ominoso de su familia y de sus conocidos, más indignados con las víctimas que con sus verdugos. Es gente que apenas puede pronunciar el nombre de sus desaparecidos, porque aún no los han perdonado por haberles sacado a flote toda su cobardía.

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